Presentación de la lógica del antisemitismo

por Bodo Schulze

Publicado en : M. Postone, J. Wajnsztejn, B. Schulze, La crisis del Estado-Nación. Antisemitismo-Racismo-Xenofobia, Barcelona, Alikornio ediciones, 2001. ISBN: 84-931625-5-8

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Decir que Auschwitz escapa a la razón se ha convertido en algo de buen tono. Ante la enormidad del hecho, el ciudadano recurre a una «explicación» de circunstancias y coloca la destrucción de los judíos de Europa en el cajón de sastre de lo «irracional». Esta clasificación no sólo es tranquilizadora porque conjura la cosa nombrándola, sino también porque transforma en entidad sorprendentemente fácil de manejar algo considerado inasible. Como el salvaje que cree alejar el peligro de tormenta dándole un nombre sobrenatural, el ciudadano se tranquiliza apartando Auschwitz de su historia -una historia al fin y al cabo «racional» en la que prevalece la tendencia a la «modernización» que, aunque con algunos rodeos, nos ha conducido a la democracia de la que disfrutamos actualmente.

Desde hace una década, esa extendida forma de aprehender la historia reciente es defendida por historiadores conocidos, en otro contexto, bajo la etiqueta de «funcionalistas».1 Basándose en multitud de monografías sobre los diversos aspectos de la sociedad alemana bajo el nacionalsocialismo, Martin Broszat,2 director del Instituto de Historia Contemporánea de Munich, propone dividir la historia en dos: por una parte «lo horrible que aconteció en la época nazi»,3 por otra los procesos sociales de larga duración que atraviesan esos doce años y permiten «historiarlos». Como ejemplo, Broszat cita el proyecto de un sistema de seguridad social, elaborado bajo la dirección de la DAF (Frente del Trabajo Alemán) en 1941-1942, que inspiró ampliamente la Seguridad Social en la RFA.4 No todo, pues, era malo en el régimen en el que, al lado de lo «vergonzoso», hay que reconocer de todas formas la existencia de «numerosas fuerzas sociales y económicas civilizadoras». Ciertamente es lamentable que la «modernización» recurriera a vías tan mortíferas en Alemania, pero, después de tantos años, la «normalización de nuestra conciencia histórica»5 exige que salgan de la sombra de Auschwitz todos aquellos aspectos buenos del nacionalsocialismo que prepararon la edad de oro de la posguerra. En resumen, es preciso que el «balance catastrófico de la política ideológica (Weltanschauungspolitik) del régimen» no oscurezca, por «proyección retrospectiva», la «función de dinamización social del nacionalsocialismo».6

En su respuesta a Broszat, el historiador Saul Friedländer hizo notar que la intención de resituar la época nacionalsocialista para inscribirla en una «larga duración» conduce a un cambio de perspectiva que lleva a tratar la época nacionalsocialista como cualquier otra época histórica.7 Se difuminaría el rasgo característico de esa época, el advenimiento de las condiciones políticas que permitían que el antisemitismo y la higiene racial se hicieran realidad.

Tras este planteamiento hubo un intercambio epistolar entre ambos historiadores en cuyo curso Broszat afirma francamente lo que su «alegato» todavía se había molestado en envolver en consideraciones metodológicas, es decir, que de lo que se trata es de una «perspectiva germanocéntrica» que responde a las «necesidades» de las «nuevas generaciones de alemanes».8 Si hemos de creer a Broszat, esos jóvenes exigen que la «apreciación y la condena morales de los crímenes y faltas de la época nazi... se resisten a la aprehensión racional de ese pasado»,9 mientras que «muchos seres humanos y sobre todo seres humanos judíos (jüdische Menschen¡?) [...] insisten en una forma mítica de evocación».10 Quien no se pliega a la nueva historiografía nacional alemana se ve privado de cualquier racionalidad y calificado de espíritu mítico. La nación de los actores de Auschwitz reclama el monopolio de la inteligencia de sus propias fechorías y se jacta de ser suficientemente generosa como para conceder a los supervivientes y a sus descendientes el derecho de curar sus heridas.

Sería fastidioso describir la forma en que Broszat, sorprendido en flagrante delito, intenta con un tono tan pronto indignado como agresivo salir por la tangente agravando más aún su caso. Lo que importa aquí es que ese tipo de racionalización de la historia reciente se acomoda perfectamente con la apreciación oscurantista que envía Auschwitz a la penumbra de lo «irracional» donde todos los gatos son pardos. Broszat admite con gusto que la aprehensión «científica» se verá siempre impotente para comprender la destrucción de los judíos de Europa.11 Asunto archivado, la vida continúa.

En la reflexión, la diferencia que opone Friedländer a Broszat no se refiere tanto a esa conceptualización dualista como a la manera de articularla o de desarticularla, cuestión que escapa a la investigación histórica propiamente dicha y provoca la intervención de un juicio de valor que Friedländer califica de subjetivo. Poner el acento en la «larga duración» racional para reconstruir la continuidad de la historia nacional alemana conduce naturalmente a desustancializar la política de exterminio, a reducirla a un accidente del camino. Subrayar, al contrario, la centralidad de Auschwitz hace saltar por los aires la marcha habitual de la historia y permite en primer lugar plantear la única cuestión que por lo menos preserva el horizonte de una historia unitaria: cuál es la articulación entre la continuidad racional y el acontecimiento irracional.

Sin embargo, es muy dudoso que un pensamiento que acepta los conceptos corrientes de «modernidad racional» y de «Auschwitz irracional» pueda jamás llegar a esa cuestión. Una vez se ha partido la historia en dos y se han colocado sus dos partes bajo categorías opuestas, es difícil ver cómo la reflexión que Friedländer reclama podría desembocar en un resultado concluyente.12 El concepto de «religión política» que propone para captar el nacionalsocialismo es una verdadera cuadratura del círculo en la que se considera que el lado «religión» designa lo irracional y el lado «política» lo racional. Se trata más bien de una astucia terminológica que de una explicación. Después de todo, la «parálisis del historiador» sigue ahí. Ésta «proviene de la simultaneidad y de la interacción de fenómenos completamente heterogéneos: fantasía mesiánica y estructuras burocráticas, impulsos patológicos, decisiones administrativas, actitudes arcaicas y sociedad industrial avanzada. Sabemos en detalle lo que pasó, conocemos la secuencia de los acontecimientos y su interacción probable, pero la dinámica profunda del fenómeno se nos escapa».13

Para salir del punto muerto es necesario interrogarse sobre el fundamento conceptual de esa visión dualista de la historia. Si Broszat y Friedländer se ponen de acuerdo en afirmar que el antisemitismo activo no corrompe en nada la pureza racional de los procesos llamados de modernización, es porque éstos se produjeron igualmente en otros países sin desembocar en un Auschwitz. Desde esta perspectiva, la historia se desmenuza en pequeñas historias nacionales que después serán comparadas para extraer finalmente de ellas el pobre concepto de «modernización», el cual designaría lo que les es común. A continuación este «factor», apreciable en todos los países occidentales, se combinará con otros «factores» más específicamente nacionales y ya tendremos instituido ese combinatorio factorial que permite a los historiadores jugar hasta el día del juicio final sin ganar o perder nunca. Necesariamente se trata de un juego interminable. La articulación pertinente de los factores es tan imposible de encontrar como arbitraria la desarticulación analítica de la cosa que hay que explicar; el método analítico se obstaculiza a sí mismo. Puesto que la cosa en sí está ya siempre articulada, los conceptos factoriales como la «modernización, que ya no revelan ningún indicio de esa articulación interna, ellos mismos están expuestos a la crítica. Su ingenuidad aséptica proviene claramente de una racionalización cuyos defensores se colocan de buen grado del lado de los vencedores de la historia, que tienen mucho interés en hacer olvidar el sufrimiento que soportaron aquellos a los que arrolló la violencia de la supuesta modernización. En lugar de iluminar con una nueva luz todas las masacres precedentes de la historia, Auschwitz aparece, a través de esa pareja conceptual, como el ámbito único de la violencia y se le asigna el papel de blanquear la historia que culmina en él -transcendiéndola.

Auschwitz es un salto cualitativo. Algunos marxistas economicistas a parte, todos los análisis están de acuerdo en la evidente afuncionalidad de la destrucción de los judíos de Europa: Auschwitz «no servía para nada». Hay aquí una contradicción, en la práctica, de la primera ley del hombre capitalista, la ley de «conservarse» (Rousseau), que es el principio de la racionalidad instrumental. En este orden de cosas capitalista, sólo puede pasar por racional lo que es útil. Si ése ha sido siempre un principio de racionalización en la medida en que ha legitimado y legitima las masacres coloniales, la guerra, etc., esas nobles actividades encuentran en él igualmente su principio limitador. El que mata a alguien porque tal cosa le es útil reconoce al otro por lo mismo que le considera un obstáculo para sus fines. Le reconoce como un medio de su actividad, incluso cuando ese reconocimiento es completamente negativo. La finalidad del asesino no es el asesinato en sí mismo, sino lo que el asesinado obstaculiza: la colonización de las Américas, la «paz social», etc.

Así, cuando nos preguntamos qué es lo que los judíos obstaculizan a ojos del antisemitismo, encontramos lo que se ha dado en llamar una «fantasía», una abstracción delirante, la pureza del Volk o de la nación. El antisemitismo no se alza contra ese judío concreto porque le considere como un contrincante, por ejemplo, en el mercado de trabajo. Ataca «al Judío», una abstracción que forma pareja con la abstracción völkish o nacional. Desprendiéndose de la realidad empírica, evoluciona en un mundo habitado por las fuerzas de la luz nacional y por los poderes de las tinieblas cosmopolitas. Aniquilar a los que personifican a sus ojos la abstracción maléfica se convierte para él en algo de primera importancia, de manera que pierde progresivamente de vista sus intereses concretos e inmediatos, hasta el punto de reservar, para destruir a los judíos, importantes capacidades ferroviarias tan indispensables para la dirección de la guerra. En el orden de la razón instrumental, esa forma de actuar aparece como «irracional» porque no se vislumbra ningún objetivo tangible distinto de la destrucción de los judíos. La relación entre medio y fin ha desaparecido. Contrariamente a los indios de América, por ejemplo, los judíos no son percibidos como obstáculos a la colonización de una «tierra virgen»; son aniquilados como personificación de una abstracción que «se inventa» el antisemita.

Toda la cuestión consiste entonces en saber de qué modo la visión antisemita del mundo pudo nacer de un mundo que se enorgullecía de obedecer a la racionalidad instrumental. Tal análisis no puede fundamentarse en la razón instrumental. No sólo porque es el resultado de una racionalización y por lo tanto muy incierto, sino también porque es constitucionalmente ciego a la finalidad de una acción. Puesto que se limita a calcular la racionalidad de los medios empleados para alcanzar un objetivo dado, no tiene por dónde agarrarse. Cualquier finalidad le aparece como el resultado de una decisión «irracional».

A este respecto, el razonamiento de Raymond Aron es típico. Haciendo suya la razón instrumental, Aron divide la cuestión en dos. En el orden de los medios, afirma, «la organización industrial de la muerte se convierte en racional en tanto que medio de un fin, el genocidio». En el orden de las finalidades, «un tal objetivo excluye la razón» en la medida en que «ésta se opone a las pasiones», ya que «sólo una pasión desenfrenada o una angustia inconsciente dictan tal decisión».14 Se trata de dos tautologías15 de nulo valor explicativo. Del mismo modo que la racionalidad de los medios industriales viene dada por la aceptación de la razón instrumental, el carácter pasional del fin resulta de una simple definición. La razón instrumental es tan luminosa que deslumbra: a la transparencia divina de los medios le corresponde la oscuridad perfecta del fin. Mediante la proyección de la pareja medio-fin sobre la pareja razón-pasión, el problema se resuelve antes incluso de plantearse.

Puesto que tanto la racionalidad instrumental como la ideología antisemita nacen del mismo mundo capitalista y que la primera no es capaz de explicar la segunda -aquí es donde se encuentra la razón metodológica del fracaso constatado por Friedländer-, lo importante es exponer el encadenamiento conceptual que desde categorías fundamentales de la sociedad capitalista asciende hasta la antirracionalidad16 antisemita. Ésa es la tarea a la que se aplica el estudio de Moishe Postone en La lógica del antisemitismo, basado en la Crítica de la economía política de Marx. Ampliando la teoría crítica de la sociedad ligada a nombres como Sohn-Rethel, Adorno, Horkheimer y otros, Postone insiste en el hecho de que El Capital no es un manual de economía -como han querido creer los marxistas desde Kautsky-, sino la crítica de una cierta forma social de la actividad humana, de la riqueza tanto como del pensamiento, es decir, de la materialidad y de la idealidad sociales, de la economía y de la ideología, de la falsa sociedad y del pensamiento fetichista que ésta engendra.

Desde el principio El Capital evidencia que la «modernidad» no es tan racional como pretende. La mercancía, que parece ser algo muy prosaico, se revela como «algo extremamente complicado, lleno de sutilezas metafísicas y de rarezas teológicas», algo «sensible suprasensible», de «carácter místico»,17 un «jeroglífico social»,18 una «forma delirante».19 No es sólo esa cosa concreta que posee cierto valor de uso, sino que comporta igualmente una dimensión abstracta, el «valor», que no aparece nunca como tal sino de un modo que da vértigo.

Moishe Postone demuestra que el antisemitismo nace del modo en que se manifiestan esos dos aspectos de la mercancía –y del capital– y puede entenderse como una revuelta –ciertamente no contra la «modernidad» sino contra la abstracción fenomenológica–, como una revuelta «anticapitalista» que afirma el mismo orden contra el que se levanta; una revuelta que, en lugar de acabar con la sociedad capitalista, desemboca en la fría destrucción de los judíos.

 


Notas

1 - Para una presentación de dicha escuela véase Saul Friedländer y su epílogo al libro de Gerald Fleming, Hitler et la solution finale, París, Julliard, 1998: «Les interprétations du système nazi et la solution finale», p. 282.

2 - Puede encontrarse una presentación condescendiente de esa manipulación en Heinz-Gerhard Haupt, «En RFA: le national-socialisme en question», en Yannis Thanassekos y Heinz Wismann (dir.), Révisions de l'Histoire. Totalitarisme, crimes et génocides nazis, París, Cerf, 1990, p. 261-267.

3 - Martin Broszat, «Grenzen der Wertneutralität in der Zeitgeschichtsforschung: Der Historiker und der National-sozialismus» (1981), en Nach Hitler. Der schwierige Umgang mit unserer Geschichte, Munich, dtv verlag, 1988, p. 181.

4 - Véase íd., «Plädoyer für eine Historisierung des National-sozialismus» (1985), en Ibíd., p. 279.

5 - Véase íd., «Plädoyer...», Ibíd., p. 281.

6 - Íd., Ibíd., p. 277.

7 - Véase Saul Friedländer, «Some Reflections on the Historisation of National Socialism», Tel Avivier Jahrbuch für Deutsche Geschichte, t. 16 (1987), Gerlingen, ed. Bleicher, p. 310-324.

8 - Martin Broszat y Saul Friedländer, «Um die “Historisierung des Nationalsozialismus”. Ein Briefwechsel», Vierteljahreshefte für Zeitgeschichte, 36/2 (abril 1988), p. 342.

9 - Íd., Ibíd.

10 - Íd., Ibíd., p. 343.

11 - Íd., Ibíd., p. 352.

12 - Hay quien incluso se alegra y eleva la «discusión» sin fin a la categoría de principio fundacional: «En cambio, el debate sobre las causas del horror es inagotable» (prefacio de Alfred Grosser a Gerald Fleming, ibíd., p. 9).

13 - Saul Friedländer, «Les interprétations du système nazi et la solution finale», ibíd., p. 282. En definitiva, Friedländer cree, sin embargo, que «armoniosamente o no, la humanidad progresa bajo el signo de la evolución y de la racionalidad» (véase íd., Reflets du nazisme, París, Le Seuil, 1982, p. 36). Decididamente, la confianza del ciudadano en su mundo parece inquebrantable.

14 - Raymond Aron, «Existe-t-il un mystère nazi?», Commentaire, no 7 (1979), p. 349.

15 - Véase Jacques Guigou, Les Nouveaux Tautologues, Grenoble, L'Impliqué, 1990.

16 - Este concepto es una propuesta de Dan Diner, «Zwischen Aporie und Apologie. Über Grenzen der Historisierbarkeit des National-sozialismus», en íd. (dir), Ist Nationalsozialismus Geschichte? Zu Historisierung und Historikerstreit, Frankfurt/M, Fischer, 1987, p. 72. El concepto de antirracionalidad tiene en cuenta que el antisemitismo se opone radicalmente a la racionalidad instrumental al mismo tiempo que comporta cierta lógica interna que el término irracionalidad tiende a oscurecer.

17 - Karl Marx, Le Capital, t. 1, París, Messidor-Editions sociales, 1983, p. 81.

18 - Íd., ibíd., p. 85.

19 - Íd., ibíd., p. 87.