La autonomía relativa del Estado
Publicado en : M. Postone, J. Wajnsztejn, B. Schulze, La crisis del Estado-Nación. Antisemitismo-Racismo-Xenofobia, Barcelona, Alikornio ediciones, 2001. ISBN: 84-931625-5-8
«La naturaleza mercantil de las relaciones de producción capitalistas implica un Estado que tome la forma de un poder político impersonal garante y árbitro de la sociedad civil».
Evgenij Pašukanis, La théorie générale du droit et le marxisme.
El Estado moderno debe gozar de una autonomía relativa para cumplir su función como representante del interés general del capital (en tanto que relación social y no en tanto simple polo económico). En el análisis tradicional de las clases, es esa autonomía relativa la que le permite realizar un equilibrio de compromiso: el Estado como mediación de las mediaciones (clases, sindicatos, etc.) o como «supermediación» (comunidad ilusoria también) entre la sociedad y los individuos. Más concretamente, se puede tomar el ejemplo de la evolución del Estado en la Francia de la IIIª a la Vª República, basándonos en los datos de P. Birnbaum en Les Sommets de l'État. Bajo la IIª República, con el fin del sufragio censitario y el declive de los grandes notables que lo acompañó, la burguesía parece consagrarse a los negocios y buscar solamente el mantenimiento del control social. Se desarrolló un personal político profesional salido de las clases medias en expansión. El poder de los radicales consagra la «autonomía» de lo político al mismo tiempo que su subordinación (los radicales son solidarios del mundo de los negocios). La IVª República es una transición que consagra el desmenuzamiento de los altos funcionarios (ENA y penetración por los gabinetes ministeriales), pero en plena euforia de los trapicheos políticos en el gobierno y la asamblea nacional. La CNPF azuza contra los partidos políticos juzgados retrógrados y al servicio de las clases medias (artesanos-comerciantes, pequeños empresarios) y de los feudos locales. La Vª República, o república de los funcionarios, marca el declive del personal político (un ejecutivo fuerte condena a la Asamblea a un papel de escribano). El gobierno está controlado por la alta función pública (por ejemplo, se llega a ministro antes de ser diputado) y su lógica a un tiempo gestionaria y tecnocrática. Pero esta alta función pública mantiene su independencia gracias a que el medio industrial no penetra en el Estado. Es esa independencia la que va a declinar con el estado giscardiano cuyos altos funcionarios aparecen vinculados a los medios industriales y, a veces, han «vegetado» en el sector privado. Pero esa independencia no se retrae ante lo que sería una recuperación del control del aparato de Estado por parte de la burguesía o la patronal, sino más bien ante la fusión que se produce entre Estado y capital. El Estado se convierte en un elemento del capital en la medida que éste accede a la totalidad. Un acceso a la totalidad que se manifiesta, entre otras cosas, por la desaparición tendencial de las clases sociales antagonistas. La función del Estado no puede ser ya la de conciliar los intereses antagonistas de clases sociales que pertenecen a épocas diferentes, ni reproducir una relación adecuada entre las dos grandes clases (como en la época del fordismo y del triunfo keynesiano). Esto es lo que no han entendido, por ejemplo, en Francia, los teóricos del «capitalismo monopolista de Estado» y, en Italia, los antiguos «operaístas» Tronti y Asor Rosa con su teoría de la «autonomía de lo político». Para todos ellos, es posible una inversión de la situación mediante la simple toma de poder del Estado, como si éste fuera neutro (esta misma perspectiva se encuentra en ellos mismos y en otros, a propósito de la técnica y de la eventual utilización de las fuerzas productivas actualmente desarrolladas).
El Estado del capital
Con el fin de las clases en tanto sujetos antagonistas, el Estado ya no tiene que representar fuerzas y relaciones de fuerza, no tiene siquiera que representar el interés general pues él mismo lo materializa directamente. Con la estatalización del capitalismo, el Estado tiende a confundirse con la reproducción del «capital global». Pero, ¿qué es el capital global? Es una noción avanzada por Keynes y algunas corrientes de «izquierda» del pensamiento económico anglosajón (Escuela de Cambridge), para dar cuenta de las transformaciones del capitalismo (problemas de reproducción, nuevo papel del Estado, etc.). Se puede utilizar ésta cómo noción para decir que el capital global, en el sentido que aquí lo tomamos, no es la adición de diferentes capitales particulares, sino lo que los reproduce, y no es una abstracción total ya que adopta una existencia concreta en el Estado moderno. En diferentes concepciones (por ejemplo, la de Poulantzas), el Estado se presenta como una articulación entre economía y política, mientras que de hecho es el elemento del capital en tanto que totalidad. Es inútil, además de reduccionista, separar lo que se revela como necesidades económicas (asunción de los sectores poco rentables: nacionalizaciones o despliegue de su papel infraestructural: distribución del territorio y de las comunicaciones), de lo que aparece en la esfera de lo Político (la voluntad de control social); si hay necesidades que incitan a la intervención del Estado, son las de la reproducción del conjunto del sistema. Por ejemplo, cuando el Estado francés asume, por medio de la EDF, la producción de energía, no lo hace porque no sea rentable para el sector privado, ni porque ello permitirá favorecer al sector privado (hay, por ejemplo, precios de referencia para los grandes usuarios, como Péchiney), sino por los intereses específicos e indisociables del poder público y del capital global: independencia energética, construcción de un espacio dominante (autopistas, vías aéreas, complejo nuclear) que determina ámbitos enteros de la economía nacional y de la vida de los individuos. Es una cierta lógica tecnocrática la que se impone y que no es ni pura lógica industrial, ni pura lógica de Estado. Es una especie de simbiosis cuyo ejemplo más notable es la confluencia entre el proyecto nuclear de EDF y la política de «todo nuclear» de la Vª República. Esa lógica tecnocrática se aplica por un personal dirigente salido de una selección a la vez social y meritocrática y que se considera directamente vinculada al sistema. La cada vez más corriente transferencia de puestos del sector público al privado y viceversa, son el signo de que lo que predomina es la idea de servicio, es la función. Sin querer extenderme sobre el tema, que sobrepasa lo que aquí se trata, hay que subrayar que ese personal dirigente no está verdaderamente constituido por una agregación de individuos que, como en la clase burguesa, se realizaría por medio de la toma de conciencia de las necesidades impuestas por el sistema. Parece existir en tanto que grupo y no en tanto que individualidades, un poco a la manera de cómo ocurría en las burocracias de los antiguos Estados que se reclamaban del socialismo. Esa misma impersonalidad les hace perfectamente intercambiables (ver, por ejemplo, los «valses» habituales de PDG).
En adelante, el Estado se vuelve más denso en la medida que materializa un nuevo orden objetivo que se apoya sobre las leyes intangibles de la economía que ha incorporado la ciencia y la tecnología. De ahí que no pueda considerarse como un Estado sujeto, tal como era el Estado-Nación clásico «a la francesa». Ya no genera ni proyecto (lo que hace de cualquier sobresalto social un «problema»), ni moral (Cf. los diferentes «casos» y el papel cada vez más importante de los grupos mafiosos, oficiales o no). El estado es la emanación de una lógica sistémica ante la cual no cabe oposición. No hay elección ni sociedad civil (Cf. recientemente las declaraciones de Jacques Delors contra los políticos hostiles a Maastricht).
Pero ese nuevo papel del Estado no es un simple «capitalismo organizado», el Estado-plan que teoriza A. Negri después de Quaderni Rossi. En efecto, el Estado keynesiano parece haber vencido las crisis con el periodo de prosperidad que se extiende desde la posguerra hasta mediados de los años 70, pero fue así porque, de hecho, asumió las antiguas funciones de las crisis (desvalorización de los capitales, inflación, paro necesario, etc.). No ha superado de ningún modo las crisis sino que las ha controlado política y socialmente. Actualmente, después de la crisis de los años 70 y ante la ausencia de una verdadera recuperación, el Estado, más allá de sus formas particulares, no se presenta ya como el Estado de la necesidad. A un Estado keynesiano que aseguraba el crecimiento antes de llevar a la abundancia, sucede un Estado cuyo papel consiste en gestionar la escasez (preservación de los recursos de materias primas, medidas contra el despilfarro, ecologismo de Estado, etc.) y, a veces, también, organizar esa escasez (la viabilidad de las fuentes de beneficio entraña la marginación de sectores completos. La «congelación de tierras» es un ejemplo). En esta lógica, las leyes del mercado con que tanto se nos da la tabarra son la concreción de esa «necesidad» y una forma de competencia de los estados.
«Estado de derecho»: la búsqueda de una nueva legitimidad
La noción de Estado de derecho no es nueva. Sus raíces se remontan a la noción de contrato social, incluso aunque lo que está en juego pone de relieve la relación política entre el Estado y los miembros de la sociedad. Pero que sea una antigua noción no explica precisamente su actualidad. En efecto, el Estado de derecho definido actualmente por la existencia de constituciones democráticas y de «sociedades civiles» se opone a los Estados despóticos o totalitarios que, precisamente, por ejemplo, no conocerían sociedad civil organizada. El hundimiento de la URSS y del bloque del Este, corresponde al final de un modelo alternativo al Estado de derecho y deberá acabar progresivamente a la cantinela del Estado de derecho ya que éste aparecer como una banalidad. No es nada. Pero, ¿cómo explicar su persistencia?
Ante todo, hay que señalar que se opera una especie de vaivén entre la noción de Estado de derecho y la ideología de los derechos. Se establece una especie de equivalencia sin precisar nunca de qué derechos se trata. Se habla de «derechos del hombre», pero no se indica nada sobre su contenido. Si se refieren esos derechos al mismo tiempo al Estado y a los individuos es importante distinguirlos, pues no conducen a una misma relación con el Estado, ni al mismo Estado. En su origen, por ejemplo, en la revolución de 1789, se trataba de derechos-libertades, que serían reforzados por la declaración de derechos de 1793... que nunca fue aplicada. Los derechos-libertades constituían un límite al poder del Estado comprensible en la medida que los que definían ese límite no contemplaban el nuevo Estado republicano, sino el Estado del Antiguo Régimen. Es sin duda por eso que los legisladores reconocieron durante un periodo de tiempo muy corto, el derecho a la rebelión contra la opresión. Tanto 1848 como la Comuna muestran las consecuencias de ello. Concretamente, el derecho a la rebelión no existe en un Estado legal de derecho, pues por definición respeta los derechos-libertades. La represión de la Comuna se hizo legalmente, y en todas las ciudades de Francia hay una avenida Thiers que nos lo recuerda. Más recientemente, bastaría contemplar el periodo de colaboración del Estado de Vichy para justificar una resistencia, periodo que no se sale de la vía de la normalidad ya que hay quien comienza a preguntarse si hay verdaderamente una ruptura de derecho entre antes y durante Vichy.
De esa concesión de derechos-libertades, el Estado obtenía una legitimidad democrática que se ha revelado insuficiente después de los episodios de crisis de los años treinta y la Segunda Guerra Mundial. El Estado-providencia instauró los derechos-prestaciones, derechos sociales que buscan su legitimación social asegurando al mismo tiempo la regulación del conjunto del capitalismo. Esos derechos sociales fueron incluso plasmados en el preámbulo del primer proyecto de constitución de 1946, después reconocidos en la constitución de 1958, que llevó a una especie de Estado social de derecho. Pero esos derechos sociales no entrañan la misma intervención y papel del Estado que los anteriores derechos. Si los derechos-libertades estaban orientados a limitar el poder del Estado y a preservar a los individuos de los abusos, a conceder una cierta autonomía a la «sociedad civil», los derechos sociales comportan una extensión masiva del poder del Estado mediante su penetración en todas las relaciones sociales; el Estado total (más bien que totalitario) se apropia de la sociedad misma. En este movimiento podría verse solamente una deriva totalitaria del Estado, lo que sería un error ya que los individuos se reconocen en parte en su acción. Aceptan la idea de la seguridad social y se puede decir que su aceptación es mayor en la medida que las antiguas mediaciones (familias, barrios, clases, valores, etc.) han explotado. El Estado se ha convertido en el principal agente de unificación de los individuos democráticos. De ahí la fuerte demanda al Estado de los individuos y ciertas categorías sociales. En cierto modo, hay una especie de intercambio de servicios de donante a donante: los individuos exigen el mantenimiento o la extensión de los derechos-prestaciones a cambio de la aceptación de un Estado de la necesidad como el que hemos descrito anteriormente. Esa doble legitimidad, democrática y social, participa del Estado sujeto, del Estado proyecto (modelo del Estado-Nación) y ha sido una manera de dejar las relaciones de clase, las relaciones de fuerza, en el marco jurídico y social que aquella legitimidad les concede. La gestión de las relaciones sociales ha sido una gestión política que se ha apoyado en el personal del Estado, ya sea política o tecnocrática. El gaullismo y el corto periodo de la unión de la izquierda en el poder (1981-83) han sido los últimos artesanos de lo que acabamos de decir. Llama la atención que ese marco, a la vez democrático y «progresista», es a grosso modo aceptado por todos (ver el aggiornamento democrático del PCF y el abandono progresivo de las nociones de lucha de clases y de dictadura del proletariado), pero campo de expresión de las relaciones de fuerza y no como consenso. Mayo del 68 se puede entender así como una explotación intensiva de ese campo, de las posibilidades que deja el sistema sin que haya una verdadera toma del poder o una tentativa de destrucción del Estado. Al mismo tiempo, todos los que han vivido ese periodo intensamente han sentido un cierto vacío de poder (aunque fugaz), y también el aspecto difuso y evanescente del Estado: está en todas partes y en ninguna. De ahí que exista cierta fijación, entre los jóvenes y particularmente entre los estudiantes y asimilados, en el enfrentamiento con las fuerzas de policía, tomadas como símbolo del poder del Estado.
Los años que siguieron fueron aparentemente los de la contestación ya que vieron aparecer numerosos movimientos sociales, políticos, culturales, el feminismo, etc. la consigna según la cual «todo es político» de los anarquistas y sobre todo de los izquierdistas parece encontrar un gran eco mientras que es más bien una regresión teórica respecto a lo que se decía en el periodo final de los años 60 y que ha conducido, a menudo, a una visión caricaturesca del Estado, a una visión completamente instrumental del mismo. Entre tanto, el Estado se moderniza, cambia de piel (Cf. los libros de Birnbaum, interesantes por su recensión de los hechos en bruto) y se dota de una estrategia global. Es una lógica de la dominación la que se pone en juego y lo que hará decir a algunos, quizás con un poco de retraso, que no tenemos nada que hacer con el modo de producción capitalista, sino con el modo de producción estatal. La noción de modo de producción estatal sufre en mi opinión dos defectos: en primer lugar, está tiznada, en Lefebvre, de la idea de una convergencia de los sistemas de Estado del Oeste y el Este hacia un capitalismo de Estado, pues la noción de capitalismo de Estado forma parte aún del vocabulario marxista de la guerra fría y de una excesiva fijación en la URSS; un segundo defecto es que la noción de modo de producción estatal hace desaparecer completamente la referencia al capital manteniendo la de producción. Sin embargo, Lefebvre desarrolla aspectos extremadamente interesantes sobre las relaciones Estado-Capital, sobre el hecho que el capital no es un sujeto sino un conjunto de agentes dispares y que, por tanto, sólo el Estado tiene una verdadera estrategia, global.
No hay hegemonía de clase sino una hegemonía del Estado que domina sobre el conjunto de la jerarquía estratificada. Ningún nivel de esta jerarquía posee realidad por sí misma pues cada una de ellas remite a las otras. Si no puede haber, pues, una conciencia de conjunto por parte del personal del Estado, ¿dónde encontrar un objetivo unificador? En el conjunto de relaciones, en la Estatalidad, responde Lefebvre. De hecho, se puede partir de ahí para decir que es en el Estado donde se realiza la reproducción global del sistema. Si se quisiera representar por una fórmula se podría decir «modo de reproducción estatal de capital». Esta nueva definición no quiere decir que no haya capitalismo, sino que éste sobrevive un poco como lo hizo durante largo tiempo el feudalismo mientras que los fermentos de su disolución ya estaban actuando. Hay un buen ejemplo de este aspecto reproductor del Estado en la preponderancia que concede a la dimensión espacial sobre la dimensión histórica propia del capitalismo típico. Comunicaciones-información-redes, todo eso circula en un espacio dominante construido o delimitado por el Estado (frecuencia de emisión, programación para la circulación informativa, autopistas, rutas aéreas, nuclear para la circulación material). Esa espacialidad del modo de reproducción estatal se ve reforzada actualmente por la necesidad de tener en cuenta la dimensión ecológica de los problemas. La Tierra, los recursos naturales, la energía, el entorno se convierten en preocupaciones constantes, y solamente el Estado, o la comunidad de Estados (es un aspecto del nuevo orden mundial: cumbre de Río...) tiene la capacidad conceptual, los recursos y los medios para responder. Se podría pensar que esta sociedad, tan bien enclaustrada no tiene necesidad de ideología, que no tiene más que hacer circular la información. De hecho no es nada. El consenso que inspira es un consenso mudo, por defecto, cabría decir, que es necesario reproducir por medio de constantes esfuerzos de normalización de las relaciones sociales, por la inyección de política (Cf. todo el discurso sobre la necesidad de una nueva ciudadanía). Es bastante sintomático que la actual crisis del Estado-providencia se acompañe del resurgimiento del tema de la «sociedad civil» y que sea el propio Estado el que busque recrear, para vivificarse, lo que previamente ha absorbido. El estado es consciente que el consenso se le escapa pues el consenso no descansa sobre el Estado, sino sobre valores que actualmente le son extraños. De ello se sigue un proceso de deslegitimación del Estado que se corresponde con la disolución de su forma de Estado-Nación. Para todo el mundo, el Estado se convierte en algo que funciona por sí mismo, que está desligado de la realidad, de la sociedad. Se apela a él porque aún reproduce relaciones sociales y, por tanto, los individuos, dado que es el único punto fijo de un mundo en permanente convulsión, pero hay una ruptura en su percepción como unidad del pueblo y de la Nación. Por otro lado, las disfunciones del sistema hacen que grupos importantes de personas ya no sean reproducidos por el sistema o lo sean de una forma imperfecta (precarización, paro, exclusión). El Estado aparece entonces como el principal culpable, y la ideología y los comportamientos «derechistas» o autoritarios no hacen, en un primer momento, sino contribuir a una mayor deslegitimación. El riesgo es que esta confluencia de razones opuestas (individuos de izquierda decepcionados y anticapitalistas populistas) lleve a un refuerzo de las tendencias directamente represivas del Estado. Entre tanto, el Estado abstracto y desencarnado de la reproducción intenta ganar su legitimidad bajo el aspecto del Estado de derecho. La ideología de los derechos del hombre que apadrina se puede ver como una tentativa de retomar valores universales o universalistas en su propio provecho pues están completamente desconectados de la realidad. Así, los estados occidentales industrializados piden a los países africanos que se conviertan en estados de derecho, mientras que muchos de sus soberanos son productos de Occidente, y en muchos de los estados occidentales son cada vez más pisoteados los derechos fundamentales: desarrollo del racismo, alcance de los derechos sociales (asistencia sanitaria, jubilación, etc.), desarrollo de grupos mafiosos que reinan sobre importantes sectores que escapan al control del famoso Estado de derecho.
El Estado, ¿imposible de erradicar?
El proceso de desligitimación del Estado y las relaciones particulares que mantiene actualmente con la sociedad dejan un espacio a la expresión crítica, pero con varias condiciones. Los nuevos movimientos sociales (Cf. mi artículo en el no 3 de Temps Critiques) que se desarrollan desde el final de los años 80 tienen lugar, a menudo, en la función pública y son importantes porque se encuentran en el centro de la reproducción del sistema. Pero les hace falta una gran capacidad imaginativa y creadora para plantear la cuestión global de la reproducción y no quedar reducidos al problema de la reproducción de sus propios sectores. A este respecto, cabe pensar que las enfermeras, los ferroviarios, e incluso los enseñantes están en mejores condiciones para plantear la cuestión y poner en tela de juicio al Estado, que los policías o los funcionarios de prisiones. La descomposición actual de las relaciones sociales puede llevar a los individuos a crear sus propias relaciones sociales, lo que ya hacen en el nivel denominado microsocial (asociaciones, «grupismo», redes, etc.) o las «nuevas socialidades», hasta un nivel que algunos ven la base para el desarrollo de verdaderas brechas en el sistema sin que exista una referencia sistemática al Estado, pasando un poco al margen de él. A pesar de todas sus imperfecciones, el movimiento de los ocupas de la Cruz Roja de Lyon representa un ejemplo interesante de posibles prácticas. Desde el punto de vista teórico y también táctico, habría que volverse hacia el análisis de conceptos tales como los valores, la ética, la política, la comunidad, la autoridad, la dominación, la explotación, el capital. Tradicionalmente, los anarquistas y los libertarios han vinculado la política y la autoridad, como dos elementos integrados en la figura del mal, en el Estado. Me parece que se corresponde a una «abolición» muy ideológica del Estado. Aún confunde autoridad con dominación. Todo estado es dominación, pero toda autoridad no es estatal. Es necesario que haya en ciertos momentos toma de decisión y decisiones «que dan autoridad». En mi opinión, hay aquí materia de reflexión, igual que en la crítica que se puede hacer a Marx sobre su concepción de una sociedad que vería el fin de la política y del Estado en beneficio de «la administración de las cosas» (Cf. Crítica del Programa de Gotha). Los soviéticos han experimentado en cierta manera el fin de la política y el desarrollo de la administración de las cosas, es decir, de la burocracia, pero no han visto de ninguna manera el declive del Estado.
Una última cuestión se refiere a que detrás de la mundialización del Estado, su descomposición en regionalismos y micronacionalismos, es la pervivencia misma del Estado que se pone en tela de juicio y es comprensible que los Estados occidentales muestren ante esas nuevas naciones el miedo a un hundimiento general, el miedo a desarrollos imprevisibles sobre los que sería difícil imponer la dominación de un orden mundial. Igualmente, la emergencia de las regiones fuera de toda perspectiva «regionalista-progresista», como en los años 70, participa de la fragilidad de los Estados. Intervienen como un nivel particular y quizás en competencia (Cf. las Ligas en Italia) dentro de las nuevas combinaciones del Estado y del capital.